
LAS PERSECUCIONES A SAN PABLO
La vida del Apóstol estuvo toda ella signada por la persecución. Era para él la garantía de su ortodoxia y de su fidelidad: Quien con tanto entusiasmo había antaño acosado a los cristianos, ahora desafiaba decididamente a todos sus perseguidores. El mismo nos relata, casi como de paso y cual si se tratara de algo obvio para un apóstol, la sucesión de tales persecuciones. «Llegados a Macedonia –les escribe a los corintios– no tuvo nuestra carne ningún reposo, sino que en todo fuimos atribulados, luchas por fuera, por dentro temores» (2 Cor 7,5); «en Damasco, el etnarca del rey Aretas puso guardias en la ciudad de los damascenos para prenderme, y por una ventana, en una espuerta, fui descolgado por el muro, y escapé a sus manos» (2 Cor 11,32-33). Pero en modo alguno se lamenta de tales padecimientos. Lejos de ello, constituyen para él una prueba de que efectivamente ha sido llamado al apostolado. Así lo deja entrever en carta a los corintios:
«¿Son ministros de Cristo? Hablando locamente, más yo; en trabajos, más; en prisiones, más; en azotes, mucho más; en peligros de muerte, muchas veces. Cinco veces recibí de los judíos cuarenta azotes menos uno. Tres veces fui azotado con varas, una vez fui apedreado, tres veces padecí naufragio, un día y una noche pasé en los abismos; muchas veces en viajes me vi en peligros de ríos, peligros de ladrones, peligros de los de mi linaje, peligros de los gentiles, peligros en la ciudad, peligros en el desierto, peligros en el mar, peligros entre falsos hermanos, trabajos y fatigas en prolongadas vigilias muchas veces, en hambre y sed, en ayunos frecuentes, en frío y desnudez...» (2 Cor 11,23-27).
La persecución está, pues, en el programa de todo apóstol. Más aún, de todo cristiano que de veras quiera ser tal: «Todos los que aspiran a vivir piadosamente en Cristo Jesús sufrirán persecuciones» (2 Tim 3,12). El apóstol no busca quedar bien, ni espera ser premiado por el mundo. Los Hechos de los Apóstoles nos cuentan una aventura por la que pasaron Pablo y Bernabé cuando llegaron a Listra, y que no deja de ser aleccionadora para nuestro propósito. Allí, tras hacer un milagro, la multitud fue hacía ellos creyendo que eran dioses en forma humana, llamando a Bernabé Zeus, y a Pablo Hermas, porque éste era el que llevaba la palabra. El mismo sacerdote del templo de Zeus les trajo toros con guirnaldas para ofrecerles un sacrificio. Pablo los detuvo, diciéndoles que eran tan hombres como ellos. Se les ofrecía el honor, el vano y sacrílego honor del mundo y ellos lo rechazaron.
Entonces todo cambió de un golpe, pues precisamente en este momento «judíos venidos de Antioquía e Iconio, sedujeron a las turbas, que apedrearon a Pablo y le arrastraron fuera de la ciudad, dejándole por muerto» (cf. Hch 14,18-19). Y así pasaron de los honores a las piedras. Es que el Apóstol no buscaba el agrado de los hombres ni el éxito mundano sino la complacencia de Dios ya que, como bien dice en otro lugar, «no hemos recibido el espíritu del mundo, sino el Espíritu de Dios» (1 Cor 2,12).
Lo primero que debe hacer un apóstol es ofrecer lo que más valora: su propia vida. Tras este ofrecimiento al martirio, todas las ulteriores inmolaciones no serán sino juego de niños. Así lo entendían los primeros cristianos respecto de Pablo, como se evidenció cuando, al enviarlo para una misión difícil, lo presentaron diciendo que era un «hombre que ha expuesto la vida por el nombre de nuestro Señor Jesucristo» (Hch 15,26).
¿Qué puede atemorizar a alguien que ya ha ofrecido lo mejor que tiene? San Pablo es, en este sentido, un hombre arrojado, dispuesto a evangelizar en medio de las mayores contrariedades (cf. 1 Tes 2,2-3): «Pronto estoy, no sólo a ser atado sino a morir en Jerusalén por el nombre del Señor Jesús» (Hch 21,13). Podría decirse que vivía en permanente disposición para el martirio: «Os aseguro, hermanos, por la gloria que en vosotros tengo en Cristo Jesús, nuestro Señor, que cada día estoy en trance de muerte» (1 Cor 15,31). Sobre tal presupuesto, se lanza a los mayores peligros, a los escenarios donde lo esperan cadenas y tribulaciones, ya que «yo no hago ninguna estima de mi vida con tal de acabar mi carrera y el ministerio que recibí del Señor Jesús de anunciar el evangelio de la gracia de Dios» (Hch 20,24).
No es la persecución lo que teme el Apóstol; lo que teme es, por el contrario, la complacencia del enemigo de Cristo. Y así considera el martirio continuado como parte de su vocación:
«Porque, a lo que pienso, Dios a nosotros, los apóstoles, nos ha asignado el último lugar, como condenados a muerte, pues hemos venido a ser espectáculo para el mundo, para los ángeles y para los hombres... Hasta el presente pasamos hambre, sed y desnudez, somos abofeteados, y andamos vagabundos, y penamos trabajando con nuestras manos; afrentados, bendecimos; y perseguidos, lo soportamos; difamados, consolamos; hemos venido a ser hasta ahora como desecho del mundo, como estropajo de todos» (1 Cor 4,9.11.13).
San Pablo, perseguido por los gentiles y por los judíos, incluso por las autoridades religiosas del judaísmo, se siente inundado de gozo pues ello le permite asemejarse más a Cristo, condenado por Pilatos, por el Sanedrín y por la multitud. ¡Cuán admirables resuenan estas palabras suyas:
«En todo apremiados, pero no acosados; perplejos, pero no desconcertados; perseguidos, pero no abandonados; abatidos, pero no aniquilados, llevando siempre en el cuerpo el [suplicio] mortal de Cristo, para que la vida de Jesús se manifieste en nuestro cuerpo» (2 Cor 4,8-10).
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